martes, 10 de agosto de 2021

Una cuestión de códigos


No somos todos iguales. Y en buena hora. Pero hay actitudes de algunas gentes que sacan lo peor de mí. Hoy me voy a centrar en los “amigos” con los que uno se siente en confianza como para hablar de lo que sea... hasta que uno mismo se entera que han difundido ciertas cosas que no te dejan bien parado.

Hace muchos, muchos años me pasó con alguien, que obviamente resultó no ser tan amiga como creía. En charla de mujeres (dos mujeres, ella y yo) critiqué el accionar como padre de un amigo de mi marido quien, vaya casualidad, un tiempo después inició una relación pasajera con ella. Le pedí expresamente que el comentario quedara entre nosotras. Más que nada para no generar problemas entre el susodicho y mi marido. Días después, en una llamada, me contó de qué manera lo había “retado” por el accionar que yo le había contado. A partir de ese día no hablamos más. Me llamó, me mandó mensajes, me invitó a seguirla en las redes... Pero yo sentía que no podía relacionarme con una persona así, con cero códigos.

Hoy me pasó algo parecido. Otra de esas “casi” amigas que te saludan para el día del amigo, una charla telefónica y un “estoy de acuerdo” a sus críticas sobre una persona determinada. Persona que no tardó en recibir mi comentario. 

¿Cuál es la satisfacción que colma a estas personas al contarle a alguien que “un otro” está hablando mal de él? ¿Son los famosos “correveidiles”?

Sí, lo pensé. Quizás el error es mío. ¿Para qué hablar mal de otros, aún con alguien de confianza como un amigo? Pero ya lo dijo la negra, “hay que sacarlo todo afuera, como la primavera”. Y hay cosas que necesito sacarlas. Es lo que hay.

Pero como a todo me gusta encontrarle el lado bueno, esto también lo tiene: es una excelente manera de depurar la lista de amistades.

Ella

Ya conté muchas veces que creo en las señales. Dominique llegó a nuestras vidas a través de una de ellas.

Fue el 7 de julio de este año, cumpleaños de Matías, mi hijo menor, quien desde muchos años atrás trataba de convencerme para que aceptara un gato en casa. Y yo fiel a mi negativa. Y tenía una explicación. Años atrás había llegado a nuestra casa Bianca, una hermosa gata siamesa, agresiva, destructora. Terminé regalándola cuando empezó a hacer sus necesidades sobre la alfombra e intentaba taparla raspándola. Encontré alguien con jardín, donde seguramente Bianca iba a estar mejor, y nosotros también.

Volviendo al 7 de julio, llegaba yo de la calle cuando la encargada me lanzó la pregunta, cual disparo: “¿Querés una gata?” Obvio que mi respuesta fue un no contundente. Pero mientras me subía al ascensor, ella me contaba los detalles: que era de una vecina añosa a quien quiero mucho, que el alzheimer había hecho estragos en ella y que se la llevaban a internar y que es muy buena y mansa. Mientras subía a nuestro departamento mi cabeza iba a mil: me gustaba la idea de recibir a su gata como un cariño hacia ella, me daba emoción sentir la señal de la fecha... En fin, fue llegar a casa, poner el tema sobre la mesa, charlarlo entre todos y avisarle pronto a la encargada que la queríamos, antes de que otro nos la quitara.

Ese mismo día la fuimos a buscar. Llegó en brazos, asustada. Y pasó todo el primer día debajo de una cama. De a poco empezó a salir y a la noche dio una vuelta por el departamento.

A la mañana, mientras preparaba el desayuno, apareció maullando. Me pedía algo. Me acerqué al platito con su comida pero no. Me acerqué a las piedritas y era eso. ¡Me estaba preguntando dónde hacer pis! De ahí en más, se adueñó de la casa y de nuestros corazones.

Ella, Dominique (porque su dueña era profesora de francés) es la nueva dueña de nuestro hogar.