Cuando mi hijo menor tenía dos años, me armé de coraje y aprendí a andar en bicicleta. Pasábamos las vacaciones en un country y yo me levantaba muy temprano y salía con una bici alquilada a practicar. Una pedaleada y apoyaba mis pies en el piso, después dos pedaleadas, después tres... hasta que arranqué sola y con más confianza. Al principio eran unas vueltas alrededor de la casa donde estábamos. Después empecé a ampliar el recorrido. Los guardias me veían pasar y aplaudían mis progresos. Mis hijos decían que parecía como si tratara de no pisar las hormigas, porque andaba zigzagueando. Pero sin dudas era una de mis cuentas pendientes. Y lo logré.
En una de nuestras últimas vacaciones fuimos con mi marido a Colón, en Entre Ríos. Y en la pileta del hotel, metí la cabeza por primera vez en mi vida. Sí, nadar era otra de mis cuentas pendientes. No avancé mucho más, solo logré ponerme en horizontal, boca abajo, agarrándome del borde de la pileta o de las manos de mi marido. Pero tomé una decisión: al volver a casa, me inscribiría en clases particulares para por fin, aprender a nadar.
Y así lo hice, me compré todo el equipo y empecé mis clases con una profesora dulce y paciente del American Sport, que quedaba cerca de casa. Al poco tiempo, sospecho que ya se había dado cuenta que iba a ser un duro trabajo. Llegué a avanzar sola, agarrada de una tabla o de un flota flota, después de varios meses de ir a clase dos veces por semana. Para mí era un montón. Y un motivo de orgullo.
Pero para el guardavidas de la pileta yo representaba la ridiculez en persona. Cierto día en que mi profesora todavía no había llegado, me dijo a voz en jarro para que lo oyeran unos amigos que estaban nadando (y de paso, el resto de la gente que había en el sector) que si él fuera mi profesor, me llevaría a lo hondo y me tiraría ahí, para que aprendiera a la fuerza. Le respondí que de hacer algo así, no volvería, por el pánico. Y ahí vino lo peor. Respondió algo así como que todos sabíamos que yo no había nacido para eso y que quizás mi lugar fuera quedarme en casa mirando programas de chimentos.
A partir de ese momento me bloqueé. Ya no disfrutaba mis clases, me sentía observada, había perdido ese orgullo que era para mí tomar clases de natación venciendo mis miedos. Lo comenté con mis amigas y se indignaron. Me sugirieron hablar con alguna autoridad del lugar. Primero se lo conté a mi profesora, que no había estado presente en ese momento. Y me enteré de que era su novio. Me dio lástima perjudicarla indirectamente y dejé de ir.
Después, como me suele ocurrir, me vinieron un montón de respuestas a la cabeza, pero ya era tarde. Pertenezco a una generación en que no era tan común mandar a los chicos a hacer deportes y actividades extra escolares si al propio chico no le gustaba. Y lo mío no era el deporte sino más que nada las actividades manuales, la música, la pintura... Es por eso que muchas de mis amigas tampoco saben nadar. Pero... ¿de qué servía explicarle todo esto a alguien con una mentalidad tan pequeña?
Y no, finalmente no aprendí.