martes, 16 de julio de 2019

Mucho logo nuevo, mucho logo nuevo... pero avivadas viejas


Pocas cosas me generan tanta impotencia como las avivadas.

Ayer estaba esperando mi turno para que me atendieran en el BBVA. Dos escritorios con clientes -una empleada y un empleado-, la pantalla con el número que habían llamado anteriormente y con el número que seguía: EL MÍO.

Cuando se levantó la persona que estaba siendo atendida por la empleada y me disponía a acercarme a ese escritorio, me ganó de mano un visitador médico de Gador -con su traje azul oscuro, su pin, sus bolsas de medicamentos, su sonrisa impostada y un manojo de biromes azules en su mano- que sin ningún número la saludó con un beso, le obsequió el remillete de biromes y se sentó en la silla frente al escritorio. ESA SILLA QUE ME CORRESPONDÍA OCUPAR A MÍ.

Mi marido es visitador médico y comprendo que en los consultorios a veces ellos pasen antes que los pacientes porque forma parte de su trabajo. Además, dejan muestras de medicamentos que después benefician a esos pacientes a los cuales se adelantan. Y es justamente eso, entran, dejan y se van.

¿Pero hacer valer un manojo de biromes de regalo para hacer un trámite bancario personal no es demasiado? Para colmo no era una pequeña consulta. La cosa se extendió bastante. En un momento hasta se levantaron, entraron a uno de los compartimentos de cajero y volvieron al escritorio.

No me quedé. Tiré mi número al piso y me fui con toda la rabia del mundo, despotricando contra el BBVA, su nuevo logo, sus empleados, Gador, el Reliverán, el Squam, el Alplax y la mar en coche.

sábado, 15 de junio de 2019

La vida es un boomerang



Los otros días veía a una chiquita -que intenta hacerse espacio en el mundo del espectáculo a fuerza de escándalos varios- quejarse de que sus compañeras de trabajo le hacían bullying. Y recordando otras épocas de su vida, comentaba que tuvo que cambiar tres veces de escuela porque también en aquellos tiempos sufría de discriminación.

Quiso el destino que la mamá de esta chiquita compartiera conmigo la escuela. Y no unos años. Fui la única que la “sufrió” desde jardín de infantes hasta el último día de la secundaria. Aquella adolescente con nombre de flor vivía tomándole el pelo a las chicas que no eran -o no éramos- como ella. Y obviamente siempre encontraba seguidoras que terminaban funcionando como su séquito y que disfrutaban de sus maldades.

Hace algunos pocos años, en una reunión de ex alumnas, apareció. Y le di el beneficio de pensar que quizás con la adultez hubiese cambiado, que la haya hecho reflexionar, que se haya convertido en una mujer con más sororidad y empatía. Pero no, no solo descubrí que seguía como entonces sino que utilizó gran parte de la reunión en recordar a las carcajadas las maldades que hacía con compañeras que no tenían su manera de ser o de pensar. Incluso invitó a una ex integrante de su séquito que no terminó el secundario con nosotras (la reunión se desarrollaba en su casa y conservaban la amistad), supongo que para que comparta sus chanzas y vea en qué se transformó cada una de sus ex compañeras de escuela.

En fin, lo lamento por la chiquita, pero esto demuestra algo que siempre pienso. No hay duda que la vida es un boomerang, que existe el karma, que hay fuerzas invisibles que intervienen en nuestro ser.

viernes, 14 de junio de 2019

Esas cuentas pendientes



Cuando mi hijo menor tenía dos años, me armé de coraje y aprendí a andar en bicicleta. Pasábamos las vacaciones en un country y yo me levantaba muy temprano y salía con una bici alquilada a practicar. Una pedaleada y apoyaba mis pies en el piso, después dos pedaleadas, después tres... hasta que arranqué sola y con más confianza. Al principio eran unas vueltas alrededor de la casa donde estábamos. Después empecé a ampliar el recorrido. Los guardias me veían pasar y aplaudían mis progresos. Mis hijos decían que parecía como si tratara de no pisar las hormigas, porque andaba zigzagueando. Pero sin dudas era una de mis cuentas pendientes. Y lo logré.

En una de nuestras últimas vacaciones fuimos con mi marido a Colón, en Entre Ríos. Y en la pileta del hotel, metí la cabeza por primera vez en mi vida. Sí, nadar era otra de mis cuentas pendientes. No avancé mucho más, solo logré ponerme en horizontal, boca abajo, agarrándome del borde de la pileta o de las manos de mi marido. Pero tomé una decisión: al volver a casa, me inscribiría en clases particulares para por fin, aprender a nadar.

Y así lo hice, me compré todo el equipo y empecé mis clases con una profesora dulce y paciente del American Sport, que quedaba cerca de casa. Al poco tiempo, sospecho que ya se había dado cuenta que iba a ser un duro trabajo. Llegué a avanzar sola, agarrada de una tabla o de un flota flota, después de varios meses de ir a clase dos veces por semana. Para mí era un montón. Y un motivo de orgullo.

Pero para el guardavidas de la pileta yo representaba la ridiculez en persona. Cierto día en que mi profesora todavía no había llegado, me dijo a voz en jarro para que lo oyeran unos amigos que estaban nadando (y de paso, el resto de la gente que había en el sector) que si él fuera mi profesor, me llevaría a lo hondo y me tiraría ahí, para que aprendiera a la fuerza. Le respondí que de hacer algo así, no volvería, por el pánico. Y ahí vino lo peor. Respondió algo así como que todos sabíamos que yo no había nacido para eso y que quizás mi lugar fuera quedarme en casa mirando programas de chimentos.

A partir de ese momento me bloqueé. Ya no disfrutaba mis clases, me sentía observada, había perdido ese orgullo que era para mí tomar clases de natación venciendo mis miedos. Lo comenté con mis amigas y se indignaron. Me sugirieron hablar con alguna autoridad del lugar. Primero se lo conté a mi profesora, que no había estado presente en ese momento. Y me enteré de que era su novio. Me dio lástima perjudicarla indirectamente y dejé de ir.

Después, como me suele ocurrir, me vinieron un montón de respuestas a la cabeza, pero ya era tarde. Pertenezco a una generación en que no era tan común mandar a los chicos a hacer deportes y actividades extra escolares si al propio chico no le gustaba. Y lo mío no era el deporte sino más que nada las actividades manuales, la música, la pintura... Es por eso que muchas de mis amigas tampoco saben nadar. Pero... ¿de qué servía explicarle todo esto a alguien con una mentalidad tan pequeña?

Y no, finalmente no aprendí.