De pequeña, lo que decía el doctor era “palabra sagrada”. Con los años, y víctima de muchas desilusiones, esto fue cambiando sustancialmente.
Conservo en mi mente desafortunados diagnósticos médicos y no menos desafortunados accionares, que fueron haciendo que mi confianza en ellos fuese decayendo.
Me remonto, en primer lugar, al año en que nació mi segundo hijo. Era diciembre cuando caí con paperas contagiada por compañeritos de mi hija mayor, que iba al jardín. El bebé tenía unos cinco meses y amaneció afiebrado. Llamé a un médico de urgencia a domicilio para que lo revisara. Y cuando me vio amamantándolo con un barbijo y preguntó qué era lo que me pasaba, sin más dilación diagnóstico “el bebé tiene paperas”. No había nada que hacer más que esperar a que se curara. Obviamente, con tal diagnóstico, grande fue mi sorpresa cuando al día siguiente, su pediatra de cabecera lo revisó y encontró que tenía otitis y que necesitaba un antibiótico que aquel médico de urgencia, en su apuro, no le había recetado.
Este mismo segundo hijo, tuvo durante su más tierna infancia, muchísimos episodios más de anginas y otitis. Tantos que el pediatra nos derivó a un reconocido neumonólogo (que dicho sea de paso, no estaba en nuestro plan de prepaga por lo que abonábamos saladamente cada visita). Para evitar tantos cuadros infecciosos, le recetó un antibiótico de toma diaria aún estando sano. Una madrugada despertó a los gritos y no había manera de calmarlo. Era bebé y todavía no hablaba, por lo que no podía explicarnos qué le pasaba. El llanto terminó cuando comenzó a salirle un líquido oscuro del oído. ¡Se le había perforado el tímpano por cursar una otitis sin fiebre (gracias al antibiótico)! Cuando volvimos a ver a “la eminencia” nos dijo que el problema radicaba en que tenía unas amígdalas muy grandes, que eran las causantes de la continua humedad de la zona y las consiguientes anginas y otitis a repetición. Que sería bueno extirparlas pero que a la vez era importante que las conservara por su alergia y las defensas. Lo miramos incrédulos sin entender qué nos estaba recomendando. “Es una decisión de ustedes”. Fue nuestra última visita a la eminencia.
Hace muy poquito, tuve una fuerte caída que provocó que se me rompiera una vértebra. A causa de eso, ahora llevo detrás una pequeña joroba y una disminución de dos o tres centímetros de mi altura previa a la caída. Cuando fui a la urgencia de la clínica el día del accidente (una muuuy reconocida clínica de Capital Federal, Barrio Norte), el traumatólogo que me atendió (y que no se dignó siquiera a levantarse de su silla) palpó mi espalda y la zona del dolor y me explicó que el mismo se debía al “cimbronazo del golpe”. Después de unas semanas, y debido a que el dolor no cedía, en otra visita me indicaron una radiografía y descubrieron mi vértebra rota. Podrán imaginar la furia cuando al acudir con los estudios a un especialista en columna, me explicó que había sido mal atendida y que si me hubieran indicado un corsé después de la caída, no cargaría con las consecuencias que ahora cargo.
Por último, quiero narrar ciertos comportamientos indignantes de los cuales me enteré en mi última visita a mi ginecólogo. Según me contó, los anestesistas tienen un sueldo mucho más elevado que los médicos. Y por tal razón, o por falta de ética o por no recordar de qué se trataba el juramento hipocrático, se dan el gusto de rechazar partos, cesáreas u operaciones, cuando éstas se llevan a cabo de madrugada. Lo mismo sucede cuando anticipan una intervención más larga que de costumbre. Claro, ¿para qué perder tiempo si se puede ganar lo mismo trabajando de día o en operaciones simples y breves? Todavía me retumba su último comentario “¿Podés creer que la semana pasada, tuvimos que llamar a 17 anestesistas antes de encontrar uno que aceptara venir a un parto de madrugada?”
Indignante... es poco.