Todas las mañanas, tempranito, cuando vuelvo de dar mis cuatro vueltas a la plaza, me encuentro con la misma escena. Un nene con una mochila celeste más grande que él, llorando en la entrada de la escuela de al lado de nuestro edificio. La mamá le habla, el portero de la escuela también. Pero las lágrimas siguen.
Además de estrujarme el alma, me lleva a... ¿27, 26 años atrás? Cuando con mi hijo menor, que hoy tiene 30, repetíamos esta misma escena. Recuerdo mi angustia acompañando a su propia tristeza. Hasta recuerdo cuando en sala de 2 años, llegó un día, ya cerca de las vacaciones de invierno, en que le pregunté “¿No querés entrar a jugar con tus amiguitos?” Como su respuesta fue negativa, lo alcé, volvimos a casa y dejamos inconcluso ese año de jardín. Ya tendría tiempo para obligaciones escolares más adelante.
Hoy a la mañana me dieron ganas de pararme a conversar con esa mamá. No para darle consejos. Sólo para decirle que no se preocupe, que después el tiempo pasa, ese hijo crece, se va a vivir solo o con su pareja -como pasó acá, en casa, hace un par de meses- y una se queda añorando esos tiempos de mochilas y lágrimas.