Ayer estaba esperando mi turno para que me atendieran en el BBVA. Dos escritorios con clientes -una empleada y un empleado-, la pantalla con el número que habían llamado anteriormente y con el número que seguía: EL MÍO.
Cuando se levantó la persona que estaba siendo atendida por la empleada y me disponía a acercarme a ese escritorio, me ganó de mano un visitador médico de Gador -con su traje azul oscuro, su pin, sus bolsas de medicamentos, su sonrisa impostada y un manojo de biromes azules en su mano- que sin ningún número la saludó con un beso, le obsequió el remillete de biromes y se sentó en la silla frente al escritorio. ESA SILLA QUE ME CORRESPONDÍA OCUPAR A MÍ.
Mi marido es visitador médico y comprendo que en los consultorios a veces ellos pasen antes que los pacientes porque forma parte de su trabajo. Además, dejan muestras de medicamentos que después benefician a esos pacientes a los cuales se adelantan. Y es justamente eso, entran, dejan y se van.
¿Pero hacer valer un manojo de biromes de regalo para hacer un trámite bancario personal no es demasiado? Para colmo no era una pequeña consulta. La cosa se extendió bastante. En un momento hasta se levantaron, entraron a uno de los compartimentos de cajero y volvieron al escritorio.
No me quedé. Tiré mi número al piso y me fui con toda la rabia del mundo, despotricando contra el BBVA, su nuevo logo, sus empleados, Gador, el Reliverán, el Squam, el Alplax y la mar en coche.