Ayer fuimos al teatro, algo que disfruto muchísimo. A la salida, cenamos en una parrillita de por ahí. Nos sentamos en una mesa de dos. En la de al lado nuestro estaba sentado un muchacho de unos veintipico. Solo y de espaldas a la puerta. A cada rato se daba vuelta para mirar, se ve que esperaba a alguien. Y miraba el reloj, y se daba vuelta y volvía a mirar el reloj. Después nos enteramos porqué, cuando se acercó el mozo para preguntarle si se había decidido. Dijo que esperaba a la novia. Y siguió dándose vuelta y mirando el reloj. Tan nerviosos eran sus movimientos, que terminó tirando la panera. Recogió uno por uno los panes que empezaron a rodar por el restaurante y una vez que se sentó, lo vimos llorar.
Nos costó empezar a hablarle pero finalmente le preguntamos si le pasaba algo. Quería sonreír pero no le salía. Y nos contó. Era su cumpleaños, venía desde La Plata y había dejado la reunión familiar para encontrarse con su novia que vivía por el centro y que lo había dejado plantado. Le ofrecimos nuestro celular para llamarla pero no recordaba el de ella. Y cuando le sugerí que tal vez pudo haberle pasado algo, me dijo que no era la primera vez que le hacía algo así.
Ensayé varios “entonces olvidala”, “no te merecés una chica así”, “comé algo así se te pasa la angustia”. Pero tratando de sonreir me explicaba lo evidente, que no podía. Terminó yéndose. Pero antes le preguntó al mozo si tenía que pagar algo por haber ocupado la mesa ese ratito.
Y uno se queda así, con la angustia de no saber cómo terminó la historia y la indignación de pensar que todavía queda gente como esa novia desalmada.