En casa somos adictos a las castañas de cajú. Hace algunos días, pasé por casualidad por uno de esos negocios (me reservo el nombre) en donde se venden alimentos naturales y dietéticos y se me ocurrió entrar a comprar. Saqué número y esperé a que me llamaran.
Todo se desarrollaba de manera tranquila y ordenada, hasta que de repente noté que las empleadas empezaban a revolotear cual mariposas y saludar insistentemente a un cliente que recién entraba. Es más, algunas incluso le decían “ya te atendemos”. Me llamó la atención porque conmigo no habían tenido el mismo trato y porque era más que evidente que después de sacar número, uno ya sabe que “ya nos atenderán”.
La sorpresa vino después, cuando la primera de las empleadas que se liberó, en lugar de seguir llamando por número, se dirigió a este muchacho recién entrando al local para atenderlo, dejando de lado a quienes esperábamos desde antes.
Sí, caía de maduro que no se trataba de un cliente común. O al menos eso fue lo que sintieron estas chicas. Era Antonio Birabent, quien en ningún momento esbozó un “no es mi turno”, “hay gente antes” o algo parecido, sino que saludó con voz afectada y amable para después seguir con “dame un cuartito de esto y medio kilo de lo otro”.
En realidad, por mi manera de ser, no me nació demostrar mi enojo verbalmente. Sentí la falta de respeto, el trato “no preferencial” hacia mi persona y sólo atiné a hacer un bollito con el número que había sacado, tirarlo en el piso del comercio y retirarme.
Digo yo... para atender un negocio, ¿no sería bueno dejar el cholulismo de lado?